Ya Rilke en sus conocidas
“Cartas” afirma que el escritor escribe porque no puede vivir sin ello. No
obstante, muy lejos de despejar el horizonte del creador literario sólo hizo
que abrir de par en par la puerta de acceso a magnitudes infinitas de algo muy
cercano a la esclavitud de un ser hasta ese instante libre. De ello para acá, a
cada palabra y cuánto más se toma conciencia del Acto Creativo más amarrado y
temeroso se siente el Escritor. Es decir, lo que en labios de Montale no es
otra cosa que “un defecto de carácter que
se lleva con temor”. De tal forma que una huella distintiva de lo auténtico
(de lo verdad) en Literatura se concreta en la virtud de superación de ese
miedo a morir para renacer en el papel. Planteado así, sería una necedad
incalculable negarle dolor al acto creativo literario, aunque quedaría anclado
en una simple pose si nos detuviésemos aquí, véase a esos “oficiantes” de la
depresión insondable que semejan ir o venir de sus velorios, sobre todo poéticos,
enfundados siempre en su profiláctico trágico. No menos peripatética es la
insulsa ejecución de ese remedo consistente en “juntar por juntar” palabras
“bonitas” con motivo de una bisutería sensiblera y pacata.
Así, Escribir es una suerte de equilibrio entre
los máximos extremos humanos: nacer y morir, morir y nacer. La grandeza de la
literatura reside en la belleza como valor absoluto, y gestar y parir belleza
siempre tuvo un alto precio en vida, soledad, esfuerzo, salud y compromiso del
cual sale peor parada la parte más humana del autor. Por consiguiente, nada es
sencillo en orbe literario para nuestra diminuta condición perecedera aunque
sólo desde ella pueda ver la luz la obra de arte y la única razón irrefutable
del denuedo imprescindible resida en que no se pueda vivir en su ausencia.
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